martes, 5 de julio de 2011

Prosa de una vigilia («la de los ojos abiertos»)

Duarte Rodrigues, Aranjuez, Espanha, Aranjuez, 03/01/2009

I

Un texto de letras talladas en oro y ébano, de alineación perfecta sobre un muro de igual metal. Bloque enigmático de escritura tan bella como ignota. Grafismos geométricos, apacibles en su perfecta armonía de líneas, brillos y penumbras.

Contemplé ese muro majestuoso sin intento alguno de lectura, ni de hurgar en su recóndito significado. No eran sus letras, sino su urdimbre armónica y luminosa lo que de él me atraía. Duró ello un instante. Sentí el aliento de un ángel hecho susurro en mis oídos: -Mira y no pienses, me dijo.

Desperté. Ni el muro ni el ángel estaban. Hoy escribo este sueño. Siguiendo el consejo del ángel. Sin pensar.


II

Siete figuras blancas, longilíneas y mitradas cargaban sobre sus esmirriados hombros el ataud del Anciano muerto. Pausados y sigilosos lo depositaron frente a las rejas, altas y negras, de Aranjuez. Así los vi desde una estrecha y oscura callejuela que allí se asomaba. Y me dije: -Alguien ha de enterrar ese cuerpo. Cargué su pesadez sobre mis hombros, empujé las rejas y, mientras atravesaba el dintel, desperté de mi sueño.

Siempre me pregunto sobre ese abandono,y la sepultura nunca consumada. No sobre el Anciano, porque en el sueño supe su nombre.


III

Vi, en una noche iluminada por un apacible y argénteo plenilunio, un lodazal de fangosos excrementos que se extendía hasta donde mi visita no alcanzaba.

Luego me vi en el interior austero de una precaria choza enclavada en la desolación de ese paisaje. Estaba sentado frente a una mesa de rústica factura. Un triángulo de luz polvorienta e intensamente dorada descendía sobre mí. Fue entonces que una voz me ordenó salir del lodazal y llevar el pan a la multitud que –yo sin saberlo- la habitaba. Respecto del pan al que ese mandato se refería, entendí que no era el mío. Por otra parte, no había pan alguno en la pobreza de esa despojada choza.

Con aquella voz todavía en mis oídos y con la premura con que ese mandato me acuciaba, desperté de mi sueño.

Han transcurrido muchos años. De tanto en tanto pueblan mi vigilia –aquella “la de los ojos abiertos”- el lodazal, la desolación, el hambre ajeno, el misterioso pan no mío, el mandato y el desconcierto de ese ya lejano despertar.


ooo

Me sucede, a veces, recordar sueños peregrinos como éstos. Los escribo como testimonios de aconteceres extraños que suelen darse en ese tenue horizonte que separa nocturnidades de despertares. Allí donde las metáforas, como afiladas sombras, se alargan sobre las soleadas vigilias en pos del enigma de aquello que, no obstante la luminosidad de la vivencia, nunca podrá ser dicho.

jueves, 30 de junio de 2011

Ese jardín de los senderos que se bifurcan…


Dejo a los varios porvenires (no a todos)
 mi jardín de senderos que se bifurcan.
JORGE LUIS BORGES

 Muchos son los mundos reales, e infinitos los posibles. Son, ambos, los de cada quien. Los reales, que son procesos y estructuraciones de hechos a ellos consecuentes, generados a partir de opciones concretas del aquí y del ahora. Y los posibles, aquellos otros cuya existencia tornó imposibles las opciones desechadas.
Vivimos -lo aceptemos o no- en el mundo real, en el de ese cada uno que es cada quien. Mundo tangible, concreto, a la vez que indecible. De penas y alegrías, de pacificaciones y sobresaltos, de iluminaciones y oscuridades, de frutos y desgarramientos. Vivimos en él en radical e incomunicable soledad, cercados por un horizonte de finitud al que hemos llamado muerte y al que vanamente intentamos imaginar inalcanzable.
En los socavones de nuestra fantasía se abre infinito el mundo de lo posible. Aquel que se va construyendo, en cadenas interminables de consecuencias y azares, a partir de cada opción desechada en cada una de las bifurcaciones en que la vida se nos fue abriendo. Aquel que Borges, en su Sendero de los caminos que se bifurcan, imaginó infinito, que no alcanzó a construir aquel astrólogo chino -Ts’ui Pên- y en el que, de haberlo logrado, los hombres se hubieran perdido.
Así se va plasmando el mundo de lo posible de cada quien. Cuando, en vez de optar por el sendero que se abre a nuestra derecha, optamos por el que lo hace a nuestra izquierda. O cuando, desechando éste, nos entregamos a aquél. Como si fuéramos un huso que entreteje una trama imprevisible en la que, finalmente, el reverso inesperado es lo posible, y lo real, igualmente inesperado, el camino que vamos siendo.
Ese reverso contiene, cifrados, infinitos futuros, infinitas identidades, infinitas relaciones. Todos ellos posibles. A ellos conducen los senderos no emprendidos, los caminos desechados desde la lucidez, los rumbos abandonados desde el cansancio o la indolencia, y aquellos otros, los interrumpidos por la intolerancia, la codicia o la envidia.
Nadie conoce el código que devele la cifra de lo que pudo haber sido. Todos intentamos imaginar esos ríos de eventos desde los cauces que no abrimos. Y, las más de las veces, como si con ello lográramos vernos en esos futuros desechados que, por un destino inexplicablemente esquivo, habrían de ser mejores que este presente que ahora nos parece, de bifurcación en bifurcación, torpemente plasmado.
Cuando esta fabulación nos acontece, difícilmente advertimos que en esa trama laberíntica -necesariamente imaginada- de una existencia cuya temporalidad se articula en infinitas posibilidades de rupturas, convergencias, simultaneidades, ese yo posible del deseo -no circunscripto a ninguna determinación o circunscripto a todas- jamás podrá tener la individuación y la identidad del yo real e histórico.

ooo  

Esta consistencia de ser adquiere día a día su realidad -su concreción histórica, su espacio y su tiempo, su habitat y sus raíces- en la aceptación de la precariedad y del riesgo que toda bifurcación comporta en la respuesta que demanda. El camino para el hombre es éste: el de la interpelación contínua -personal e ineludible- que sobre él ejerce su ser en el mundo. Y el de la respuesta que, en su concreción, ha de ser una -no dual- en la opción necesariamente irrevocable que de un sendero hace un camino real del ser en el mundo, y, del otro, una posibilidad en el laberinto infinito de todas. 
Respuesta que nunca es definitiva porque no hay bifurcación que lo sea. Lo definitivo es el camino que, de opción en opción, de renuncia en renuncia, de riesgo en riesgo, se va trazando y que es, finalmente, uno mismo como expresión viviente de una posibilidad realizada o fallida de la Creación.

ooo

La interpelación siempre supone un “tú”. No somos interpelados para el hacer como finalidad sustantiva y última, sino para amar desde la entrega de la totalidad de sí. Hacer para el hombre es amar. Hacer es crearse a sí mismo -en cada interpelación de la existencia personal del “aquí” y “ahora”- para la entrega -valiosa para el “tú”- de sí. Ser es hacerse habitable, dador de los mejores frutos en uno madurados, acogedor y hospitalario. Una tienda y un hogar en la intemperie. 
Si la respuesta es otra, si otros son los senderos, el laberinto de las posibilidades que cada uno no ha sido habrá dejado paso a una historia -a un espacio y a un tiempo- del caos inhabitable, de la desolación, de la miseria, del hambre y de la necedad. Como inahbitable, desolado, mísero, hambriento y necio es ese laberinto de círculos incomunicados que Dante, llamándolo Infierno, describió en La Divina Comedia como reflejo de la historia de su tiempo. Como inhabitable, desolado, mísero, hambriento y necio es este laberinto de círculos incomunicados que, día a día, los poderes protagónicos de nuestra civilización -desde el exterminio físico, económico e ideológico- levantan sobre el planeta.
Lo imposible para el hombre se halla en sus posibilidades de negarse a la interpelación que su ser en el mundo le formula en términos de vida. La posibilidad real de lo imposible está en la respuesta que, frente al mandato de elegir la vida, opta por la muerte. La vida es posible, pero a ella se le opone -y muchas veces neciamente se le impone- la realidad de la devastación.

ooo

No ha de ser la inmadurez fantasiosa del laberinto infinito de lo posible lo que ha de enajenarnos de la respuesta positiva, día a día, a la interpelación concreta por la vida. En ese laberinto de lo posible el hombre se pierde tornando imposible su vida. Ella ha quedado lejos. No necesariamente por una simple e inmadura omisión de lo bueno. Sino por la omisión de la respuesta válida a la interpelación. La de elegir ser, que es tornarse un “yo” pleno y habitable. Una tienda y un hogar en la intemperie. Una posibilidad realizada, no fallida, de la Creación.
Esta parece ser la lúcida verdad de lo que es necesario y suficiente.

lunes, 20 de junio de 2011

El séptimo día de un Génesis apócrifo




Quizás el intento esencial y permanente de lo humano consista en ser apremiante creatividad. Porque quizás sea el caos aquello a lo que el hombre raigalmente se enfrenta.

Quizás por temer el caos fantaseó a un dios en quien delegar el orden. Quizás por esto lo creó a su imagen y semejanza, a aquella que halló en los socavones más hondos y misteriosos de sí. Quizás conforme a ella lo creó creador.

Después de seis días de ingente trabajo en la creación de su dios, descansó, delegando en él el cumplimiento del deseo ancestralmente incumplido a lo largo de esos seis días. Y creyó que ello era bueno.

En ese amanecer, pensó que habría de llegar el día en que pudiera anclar lo que supuso inconmovible de sí en tierra firme, en medio y a pesar del fluir incesante e inaferrable del ser en el Universo.

No obstante, el espíritu del hombre, como el de su dios, sigue  aún revoloteando sobre el abismo.

No ha terminado el séptimo día. No ha concluido aún el descanso imaginado. 

No se vislumbra aún, desde su trabajosa y oscura mutancia, el amanecer del Hombre en el Universo.


lunes, 13 de junio de 2011

Reflejos de un poema no escrito

Reflejos en el agua, de Ralf Pascual. http://www.elpais.com

I

Mucho es lo que he escrito en la arena. Se han cansado en ello mis manos y encorvado mis espaldas. Nada de lo allí escrito recuerdo. Sólo me queda este cansancio y esta curvatura mirando al cielo.
Muy poco he escrito en papeles. He intentado en ello palabras, y, tan sólo, he logrado balbuceos. Todas mis metáforas han sido como ese mi intento de niño de darle un nombre al Universo.
Se me han apagado los dioses y los poetas. Sólo me queda la curvatura, el cansancio, el gesto, los trazos, lo efímero, lo postrero. Y una luz extraña, tibia y hogareña, que de tanto en tanto me habita, mientras todo se me torna serenidad de plenilunio en mi silencio.

II

Miles de millones son los excluidos, los hambrientos, los mendigos, los niños famélicos, los despojados de esperanzas, los torpes, los humillados y ofendidos, y todos aquellos que se preguntan sobre la culpa ancestral que los arrojó a la vida sin su consentimiento.
Muchos hay, pero no entre ellos, adoradores incondicionales del ego. Los que han hecho del sinsentido sentido, de la corrupción virtud, de la virtud desasosiego. Los que ignoran compartir el pan con el hambriento y acercar un vaso al sediento. Son ellos los muy poderosos. Son ellos, los muertos.
Son para los vivos mis balbuceos. Fueron escritos desde la desolación, contemplando el dolor y la muerte que, sobre el planeta, siembran ellos, poderosos, los muertos.

martes, 10 de mayo de 2011

El silencio de Eva y de Adán



Chagall. Caín y Abel.

Silencia el Génesis el dolor de Eva y el dolor de Adán por el fratricidio de su hijo Caín y por la muerte de su hijo Abel. Como si con ambos silencios se hubiera amortajado el primer e indecible dolor de los padres por el primer e indecible fratricidio… Todos ellos –padres, hijos, hermanos- creados, paradójicamente, por Elohim a su propia imagen y semejanza.

♣♣♣

Fue la predilección de Elohim por las ofrendas de Abel y no por las de Caín lo que indujo a éste a consumar el fratricidio. No fue motivo de ello ni el odio ni la envidia respecto de su hermano Abel, sino su decepción respecto de Elohim, su dios. Y fue, así, su venganza privar a Elohim de las preferidas ofrendas de Abel.

♣♣♣

Silencio de Eva y silencio de Adán frente al cadáver del amado hijo Abel, muerto por el amado hijo Caín. Fueron ambos silencios –cuyas densas y alargadas sombras hasta hoy nos llegan- el primer testimonio del dolor que, desde las entrañas humanas, se habría de enquistar en las entrañas mismas de la creación. Silencios que el relato bíblico celosamente esconde en sus pliegues, quizás por ser indecibles esos dolores y por ser los silencios la única piadosa mortaja que pudiera cubrirlos.

♣♣♣

Fue así como, según el Génesis, el primer fratricidio –reiterado luego a través de los siglos- fue consecuencia del rechazo de la ofrenda que el joven Caín le hiciera a Elohim. Y fue la muerte de Abel la pretendida venganza que Caín imaginó posible sobre su dios.

♣♣♣

Nada dicen los libros sagrados acerca de si la muerte de Abel y la consiguiente privación de sus ofrendas tocó el corazón de Elohim. Tampoco,  si se conmovió por el dolor de Adán, de Eva, y de la multimilenaria herencia del dolor que Caín dejaba a sus descendientes.

♣♣♣

Consecuencia –todo ello- arquetípica, y jamás imaginada, de la expulsión del Edén por la desobediencia incurrida al haber comido nuestros progenitores el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, uno de los dos árboles prohibidos plantados en el medio del Edén –no sabemos con qué fines- por Elohim.

domingo, 1 de mayo de 2011

Elogio del aforismo


Aforismo. Desde su densa etimología nombra a aquello que ha sido de-finido, apartado, delimitado, y cuyos contornos remiten calladamente a un todo experiencial de pertenencia. Recorte significativo respecto de éste al que sobria, breve y elípticamente no deja de remitir. Supone un lector capaz de entrever la visión del todo al que el mismo induce. Y, por parte de su autor, la determinación comunicativa de la intensidad significante de su implicada y tácita referencialidad.
El aforismo acontece en el autor como una suerte de irrupción de un cierto saber que aporta materiales significativos de procesos no siempre explícitos y reflexivos que se fueron consolidando en el magma de su interioridad. Son esos materiales recortes de una visión a la que su propia conciencia se fue abriendo en la certeza de su preñada significatividad vivencial.
Y puede acontecer en el lector una suerte de inducción re-lectora de experiencias similares, suerte de atisbos experimentados respecto de insigths no explicitados.
El aforismo intenta, así, desde la mayor austeridad, el encuentro entre lector y autor respecto de lo para ambos significativo y del contexto experiencial del atisbo, por su luminosidad, de lo no decible. 

sábado, 19 de marzo de 2011

A los pobres siempre los tendreis con vosotros. (Juan 12 ,8)


          "Madre y su niño enfermo", Picasso.

Cuidaba de su pequeño, con ternura infinita e infinito desapego. Pero deseaba que pronto muriera, porque de lo contrario sería un niño muerto.
Jugaba con mi hija, que apenas era más grande que el suyo, como si, a pesar de sus años, fuera ella todavía una niña. Deseaba ser pequeña igual que tú -le dijo un día- para poder, como tú, colorear tus dibujos. 
Jugaba con mi hija, porque mi hija estaba viva.
Amaba a su hijo. Tanto lo amaba que no quería que, estando vivo, fuera un niño muerto. Por esto, un día nos dijo que mejor sería que pronto muriera.
Estas cosas ocurren cuando, en la tierra de todos, la pobreza de los muchos se torna tan indecible como la indiferencia de los menos.

ooo

Me he preguntado quiénes son aquellos pocos -si todos los pocos o si algunos de ellos- que siempre habrán de tener consigo a los pobres y que podrán excusarse de olvidarlos por un instante al perfumar los pies del Nazareno. Me he preguntado, también, cuánto habría de durar ese instante. Si en él se podría contener el hedor de los infinitos niños muertos. Y si los que pusieron en labios del Nazareno esas palabras, previeron que, mientras perfumaban sus pies -aún en la anticipada prefiguración de su entierro- infinitos niños pobres agonizaban -morían de no tener vida- en el agonizante corazón de sus madres.
Fue otro el sentido del mandato. “Porque nunca dejará de haber alguien pobre en medio de la tierra, éste es mi mandato: Debes abrir generosamente tu mano a tu hermano afligido y pobre en su tierra”. Así está escrito en el Libro del Deuteronomio. Para vergüenza mía y de muchos. De allí y entonces y de aquí y ahora.



sábado, 12 de marzo de 2011

No tengo nombre para esto.... Nombre es polvo y humo... (Goethe)



Fotografía de fanaticodesign.blogspot.com

Estas cosas me dije, y escribí. Para ese otro -tejedor de mitos- que, desde lo imaginario, me habita y se arroga, día tras día, el derecho, la responsabilidad, el diseño y el destino de mi identidad en la vida. A él le recuerdo aquello de Goethe, que todo nombre es polvo y humo. Y a ti, que me lees, confío estos pensamientos sobre lo que no suele ser dicho.

Ya antes de que nacieras se pensó en tu nombre. Para que pudieras ser llamado por él cada vez que se te requiriera. Y al que, también, habrías de llevar como a un atuendo o una máscara, con el mandato de mantener su identidad y edificar su prestigio según los valores de la sociedad que secretó el óvulo y el esperma. Apenas abriste tus ojos a la luz, tu sombra, no proyectada por ti, comenzó a ser tu nombre. Una palabra, que no eras tú, para que no se confudiera la seguridad de quien te llamara. Una palabra -ajena a ti porque de ti nada nombraba- que, paradójicamente, sirviera a los demás para no confundirte. Y que, con tu mente y tus  brazos, habrías de llevar siendo tú su soporte permanente hasta que la muerte, física o social, te acaeciera y ya a nadie le interesara llamarte.

Antes de que fueras, te antecedió ese nombre. No se te esperó. Y este hecho te negó la posibilidad de elegir el que más te agradara por sentirlo próximo a la incipiente imagen de ti que en ti nacía. Por entonces no resultaba práctico saber quién habrías de ser. Lo era que quien te llamara, por la orden o el deseo, no se confundiera. Tu obligación consistiría, de ahí en más, en preservar, llevándolo, tu nombre y pagar, así, el tributo de tu pertenencia, no a  tu ti mismo, sino a la sociedad que te engendró.

Primero, fue tu nombre. Luego, tú. Conforme al imperio de la primacía de los nombres y la posteridad de las cosas. De este modo fue tu primera infancia aprendiz solícita de tu nombre. Y también de otros. Para que, desde la prioridad de ser sujeto llamable, lentamente adquirieras la socialidad. Dependería luego de ti, en una imprecisable medida, el grado de protagonismo o de sujeción con que habrías de participar en las entrecruzadas urdimbres de los llamados y de las prontitudes.

-Así se llama esto. Así, aquello. Esto fue de lo primero en tu aprendizaje. Más tarde, qué es esto, qué aquello. Y quizás nunca, o muy pocas veces, se te permitió que fueras tú el nombrador. Quizás porque nombrar es el poder de llamar y no era bueno para tu tribu -para toda tribu- que alguien desde su nacimiento lo ejerciera.

Muchas cosas más te quedan por pensar. Como, entre otras, que, dentro de ti, habita tu ti mismo. Esa tu mismidad que yace por debajo de toda forma, consciente o inconsciente, que asuma la sujetividad de tu yo. Esa mismidad que es mucho más que todo lo que de ella se afirme o niegue, incluso de lo que tú afirmes o niegues. Un ti mismo infinitamente distante e infinitamente cercano a ti. Trascendente a tu conciencia por el grado infinito de su inmanencia. Al que si intentaras ponerle un nombre, experimentarías lo inútil de hacerlo. Tú mismo serías testigo de tu propia innombrabilidad. Si embargo, si en ti persistiera el deseo que en ti suscita la sociedad por los nombres, sería natural que desearas para tu ti mismo un nombre propio y único. Será tu lucidez quien te diga que jamás podrás encontrarlo, porque ese nombre, sencillamente, no existe. Porque no es dominio del nombre la mismidad. Advertirás que se trata sólo de tu deseo. Un deseo de lo imposible. Y un síntoma, a la vez, de que aún sigues ligado a lo ilusorio. O, si quieres, a la falsa sacralidad que tu sociedad atribuye a los nombres en su estrategia del poder y de sus jerarquías. Sólo en momentos de oscuridad, surgirá tu empeño de lo imposible y ese nombre te será indefectiblemente negado. Rebelarte sólo podrá ser síntoma de locura (y también de un atroz y oculto prejuicio: el de que todo deseo ha de ser cumplido). Tu vida podrá aquietarse, si es que padecieras esta angustiante oscuridad, por el don de la aceptación lúcida de que ser es ser inominable y que el nombre es una violencia fútil e ilusoria a la mismidad.

También sobre esto cabe pensar más. Como que difícilmente dejarás de sentir la expectación del llamado. Estarás a la espera, porque así fue el condicionamiento. Y no podrás dejar de pagar el precio del rescate. Fuiste adquirido desde tu nombre, no desde tu mismidad. Y seguirás pagando con tu espera de ser llamado, hasta que descubras que careces de nombre y que esta carencia es mera carencia de lo raigalmente inexistente. Que, en verdad, nunca tu mismidad ha quedado cautiva. Advertirás, así, que, en tu ti mismo innombrable, la ausencia de todo nombre posible es también la ausencia de todo llamado esperable. Porque tan imposible como tu nombre es el llamado. Y tan inexistente como éste, aquél.

Tendrás un camino abierto. Nuevo. No bajo el imperio del falso deseo de querer ser llamado o de ese otro, sutil en su codicia, de nombrar y llamar a otras mismidades. Lo nuevo será tu disponibilidad a que la vida -misterio innombrable- sea en ti apertura activa, generadora del ser sobre la vacuidad de la nada. Disponibilidad creadora. Creatividad. Que es el nombre, si uno infinitamente lejano le cupiera, de la mismidad. Tan viva sería tu vida, como lo es la creación permanente del universo -del que tu ti mismo es consustancia- que no recibe llamado alguno porque todo él es innombrable. Y, si un dios lo llamara, sería porque él -o Él- también innominable, misteriosamente anida en, y, de alguna manera, es su centro y esfera.

No esperes, entonces, llamado alguno. No lo hay. Nadie podría hacerlo. Careces de nombre. Esta es tu verdad. Lo contrario es tan sólo modo de decir.

Nadie llama al Universo. Tampoco tiene nombre por el cual ser llamado. Esa también es su verdad. Sin embargo, ni la carencia de nombre, ni la ausencia de llamado, impide que genere galaxias y  genere vida. Y vida que genere pensamiento, amor y belleza, y también odio y muerte; fuerzas todas ellas transformadoras que también emergen de los torrentes abismalmente oscuros de tu espíritu y que de él se alimentan.   

Eres consustancia del Universo. No lo olvides. De ti, de tu innombrable mismidad, es generar pensamiento, amor y belleza. De ti, de tu innombrable mismidad, es contener el odio y la muerte. No has de esperar llamado alguno para ello. Libérate de esa ilusión. Nadie puede pronunciar el nombre que no tienes, que jamás has de tener, que no necesitas. Nadie podrá decirte qué has de pensar, a quién o qué has de amar, qué belleza plasmar o contemplar, qué poema crear, qué ternura dar. Como el Universo, también tú careces de nombre con que ser llamado. Y, como él, también de una voz que te señale cuál ha de ser la creación que, en ti y desde ti, sin cesar, a cada instante se recrea.

Que ésta tu finita infinitud te sea suficiente. Innominable e innominado eres, incluso para ti. Tu miseria y tu grandeza es la de ser imagen inimaginable de Lo Innominado. Infinitamente lejos de la Nada. Y tan infinitamente cercano al Ser y tan ser tu sustancia que, como la de El, tampoco ella cabe en un nombre. Nadie puede nombrarte, nadie llamarte. Es esta carencia del nombre y del llamado el signo de tu ser, el que indica tu pertenencia a la creatividad creada e inherente al Universo. Todo tú eres un gesto innombrable creado por Lo Innominado.

No debes olvidarlo. Nadie habrá de llamarte. No hay otra voz más que esa que eres tú mismo, siempre articulándose, jamás articulada. Sólo un balbuceo -ni nombrador ni nombrable- en el que Lo Innominado va creando la creación que jamás podrá nombrarlo y jamás ser nombrada. A nada ni a nadie más oigas. Lo nombrable no es. Y el nombre es tan sólo ilusión, errancia, nada ...polvo y humo.

Que intuir esto te sea suficiente. Poco a poco irás dando por muertos a todos tus dioses. Sentirás, como Lázaro, cada uno de tus miembros desatarse. Será tu caminar como el apacible caminar del Nazareno sobre las aguas. Y sabrás por ti mismo el sentido abismal del Mensaje: que sólo la verdad nos torna libres.

Decirle, a ese tejedor de mitos que en mí habita, estas cosas  también me recordó que el amor -así muchas veces se nos dijo- es respuesta a un llamado, o llamado a una respuesta, o encuentro  crucial de ambos. Sin embargo, me pareció que amor casi siempre es el nombre de una fusión de nombres y llamados, no de mismidades que son innombrables. También en el amor juegan los espejismos, los autorreflejos de nombres, de apariencias, de proyecciones del sí mismo desde la máscara del nombre. El amor, si es y si es más que el deseo del llamado, quizás sea esa disponibilidad activa de integrar el universo desde la conciencia de otras existencias -otras mismidades- innombrables y, por esto mismo, percibidas como vivientes. Encuentro de dos o más mismidades innombrables, liberadas del poder y de la sujeción del llamado, maduradas en la conciencia de Lo Innominado.

Estas son cosas que parecen ser. Que me dije y escribí. Y que ahora casi terminas de leer.

Mi intento de pensarlas obedeció a la persistente presencia del antiguo deseo y de la vieja pasión del nombre y del llamado. Y, el de escribirlas, a esa locura -más moderna- de poder romper los muros de lo indecible mediante la escritura. Quizás lo sabio y lo amante hubiera sido poner, desde lo imaginario, mis manos en las tuyas. Para que ambas mismidades sintieran su infinita cercanía y su infinita lejanía en la experiencia compartida de la impropiedad del nombre y la ausencia del llamado. 
                  
Te he hecho partícipe de este escrito, sabiendo que nada, en verdad, puede articular las voces de un llamado. Si, no obstante ello, esta escritura en ti las evocara, déjala, olvídala.

domingo, 9 de enero de 2011

EN EL PRINCIPIO FUE LA BELLEZA


En el principio fue la belleza, el esplendor de la vida en el esplendor de sus formas.
Luego fue la experiencia del sufrimiento. Desde el primer e inexplicable gemido hasta la pérdida abismalmente inexplicable del hijo.
Más tarde apenas, fue, de ello, la perplejidad.
Así nació esa trinidad primordial que fue la de la belleza, el dolor y el desconcierto.
Por último, brotó del humano el amor. Fue éste la unidad de esa trinidad. Amor que fue y es belleza, dolor y desconcierto. Unidad y trinidad que acontecen en el fugaz transcurrir de la vida de los hombres según modos únicos y distintos, desde esa abismal e inconmensurable distancia que aísla y emparenta a cada uno de los humanos.
Acerca de esto habla el decir del hombre a través de los siglos. Y sin que sus palabras puedan ser carnadura de su dios. Sólo desde el silencio de sus hechos se hace pleno el amor, en su preñez de belleza, dolor y desconcierto.
Y el amor se hace carne en la ternura.
Y es esta encarnadura la que da a nuestra infinita finitud una posada en el universo.

HIJOS DE CAÍN, NO DE ABEL


  Caín da muerte a Abel - Tiziano

Las ofrendas de Abel agradaban a Elohim. No así las de Caín.
Caín deseaba que su ofrenda agradara a Elohim. No acertó Caín en la elección de su ofrenda. Y no atendió Elohim a su deseo.
No podía Caín matar a Elohim, pero sí a quien Elohim prefería. Caín mató a Abel, su hermano.
Nada nos dice el mito respecto del dolor de sus padres por la pérdida de Abel y el exilio de Caín.
Caín fundó pueblos, produjo el fuego e inventó oficios. De él aprendieron los hombres a habitar lo inhóspito.
Construyeron luego ciudades y en sus casas albergaron a sus hijos. Y las circundaron con murallas y puertas para defenderse de sus enemigos.
Todavía añoran los hombres el beneplácito de Elohim. Y el fratricidio aún perdura entre ellos.
Son ellos hijos de Caín. No de Abel.
El menosprecio del don ofrecido está en sus orígenes. Y el fratricidio fue para ellos su irracional secuela.
Es esta la genealogía de los humanos, según refiere un mito de raíces perdidas en Canaán.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Ese algo de luz


     Se deja detrás de sí sólo aquello por lo que se ha vivido. No hay, en realidad, causas por las que se muere. Sólo las hay, de verdad, por las que se vive.

     No quita ello que sea la muerte aquello por los que muchos viven.

     Así, hay quienes dejan vida, y otros, muertes. Y, cada uno, la medida o la ausencia de su humanidad.

     De los dones de la vida, quizás el legado más humano -más fraterno- sea el de haber incrementado la lucidez.

   De todos los dones, ese algo de luz que, día a día y noche tras noche, alguien va encendiendo para sí desde la oscuridad de su indigencia, después de haber superado la encrucijada de optar entre la lucidez y el poder (incompatibles, por negar éste la fraternidad que la lucidez revela).

   Esa misma lucidez de la que quiso hacer partícipes a sus hermanos el último de los profetas de Israel, y que se tradujo en el mandato de no tener a nadie ni por maestro ni por señor, porque sólo Uno lo era... Mandato éste que es concreción eminente de aquel otro que consigna el Deuteronomio: el de elegir la vida.

   La herencia a dejar será la opacidad de la insignificancia (no ausencia sino oscurecimiento de lo significativo) o esa partícula de luz para esa partícula de universo que es el hombre. Ni poco ni mucho. Y, sí, la inconmensurable diferencia entre ser uno y ser nada.

     Hay momentos en que ciertos espejismos tornan falsamente luminosa la opacidad de las cosas, o se insinúa en ellos confortable y digno el ilusorio poder de sentirse uno maestro y señor. A veces acontece ese como exilio del alma en la oscuridad del sentido; hay insania, ausencia de sí, en el ausentarse uno del hermano. Esto ocurre cuando, en esa opción entre lucidez y poder, eligiéndose el poder se elige la esclavitud.